Historia de este libro

 
 

            En julio de 2006, el nieto de Carlos González Posada, Carlos Oppé, encontró en el escritorio de la casa de su madre en Londres una serie de cuadernos y documentos. Lucila González Posada no sabía cómo habían llegado allí ni de qué se trataban. Carlos comenzó a leerlos con curiosidad, y comprobó que se trataba de correspondencia y documentos firmados por su abuelo. Además, descubrió un diario fechado en los días de la guerra civil española (1936-1939).

           

                       Con el propósito de saber más sobre su pasado y, sobre todo, que sus hijas lo conociesen también, quiso sacar a la luz este inquietante legado personal. Contactó entonces con Miguel Ángel del Arco Blanco, un joven historiador que, por entonces, se encontraba realizando una investigación en la Universidad de Michigan, en Ann Arbor (Estados Unidos).

 

            En el invierno de 2006, en el gélido Michigan, el historiador comenzó a transcribir el Diario de la Revolución y de la Guerra. No conocía nada de Carlos González Posada: no sabía quién era, cómo pensaba o qué posición sostuvo durante la guerra civil. Tan sólo sabía que había estudiado en la Institución Libre de Enseñanza y que había sido secretario personal de Julián Besteiro, uno de los más destacados líderes socialistas de la II República (1931-1936). A cada página que transcribía, a cada cuaderno que completaba, el historiador no salía de su asombro. La pluma de Carlos González Posada, además de ser literariamente sobresaliente, era templada y de un interés excepcional. En la guerra civil, en unos días en que casi nadie logró estar a la altura, un personaje de segunda fila, pero por eso mismo más representativo, sí lo estaba. Los pensamientos y reflexiones que vertía se veían afectados por los acontecimientos, por supuesto, pero también estaban colmados de sentido común e incluso de crítica objetiva. La gran virtud del Diario era ser una fuente de primera mano para comprender cómo la Guerra Civil afectó a las actitudes políticas y humanas. En él se ve la evolución ideológica ante los acontecimientos, día por día, de un personaje perteneciente a la llamada “Tercera España”.

 

            Carlos Oppé y Miguel Ángel del Arco, el nieto y el historiador, estaban en contacto a través de correo electrónico. Cuando transcribía un cuaderno, lo enviaba a Carlos Oppé quien, desde Madrid, lo leía lleno de emoción y recomponía pieza a pieza su pasado. Mientras tanto, el historiador se encontraba frente a frente con la carne humana de la que está compuesta la historia: conocía más y más a Carlos González Posada, se hacía eco de sus pensamientos y confesiones más íntimos. Por extraño que parezca, el pasado y el presente parecían solaparse, estar comunicados gracias al Diario.

 

Aquellos fueron momentos emocionantes. El historiador recuerda, por ejemplo, la primera vez que vio el aspecto de Carlos González Posada. Fue al abrir varios archivos adjuntos a un correo electrónico enviado por Carlos Oppé. Por fin ponía rostro humano al hombre que, en el Diario, confesaba sus pensamientos más íntimos. En aquella faz, en aquellos ojos, se leía el paso del tiempo, las esperanzas perdidas y el sufrimiento de los días de la guerra civil. Fotos de juventud, mirando a Europa y al progreso social… y fotos de madurez, aquejados por la pérdida de la inocencia y el dolor de lo vivido.

 

            El Diario estaba lleno de referencias a familiares, amigos y conocidos de Carlos González Posada, en la mayoría de los casos escondidos bajo nombres de pila o incluso abreviaturas. Para descifrar ese pasado y traerlo al presente, fue necesario contar con la ayuda de Amalia Martín-Gamero González Posada, la sobrina de Carlos González Posada. Ella, desde su residencia de Madrid, fue identificando y anotando pacientemente el texto transcrito, haciéndolo cada vez más claro, llenándolo de sentido.

 

            También contamos con la colaboración de personas al otro lado del océano que, en un tiempo, también fueron parte de la Historia. Nos referimos a los descendientes de Antonio Freixas, residentes en Argentina. El empresario afincado en Argentina y los suyos dispensaron una amistad sin límites a la familia González-Posada. Se profesaban admiración y afecto, traducido por la ayuda económica que Antonio Freixas prestó a los González Posada durante la Guerra Civil. Hoy, sus descendientes nos facilitaron información, fotografías e incluso el artículo que Carlos González Posada publicó bajo el seudónimo de “Ramón González” en ese país. El pasado volvía a unir, ya en el siglo XXI, a las dos familias.

 

            Pero quedaban muchos cabos sueltos. ¿Cómo alguien que estudió en la Institución Libre de Enseñanza y perteneció a una familia cercana a los ideales republicanos había acabado abandonando a la República y, aparentemente, abrazando la causa de los rebeldes? Era necesario explicar el personaje. Era imprescindible escribir un estudio preliminar sobre la obra y la vida de Carlos González Posada. Comenzó entonces la visita de archivos, en busca de un retrato más detallado del personaje. Y allí la historia se topó con la memoria. El historiador visitó el Archivo del Congreso de los Diputados, el Archivo General de la Administración, el Archivo de la Fundación Largo Caballero, el Archivo del Instituto Nacional de Previsión o el Archivo de Clases Pasivas. Y allí estaban las piezas que faltaban. Allí se encontraban los expedientes personales de Carlos González Posada, aquellos de los que dependió su futuro al ser depurado durante la Guerra Civil. Pero también el historiador habló con el mayor legado de Carlos González Posada: en varias ocasiones, visitó y entrevistó a su hija Lucila en su residencia de Londres, entresacando los cabos sueltos que quedaban, recomponiendo el perfil de Carlos González Posada, de sus sufrimientos y de sus sueños rotos.

 

             En los archivos hubo momentos especiales. El historiador recuerda tres especialmente. En primer lugar cuando, al comienzo de la investigación, visitó el Archivo del Congreso de los Diputados. Allí estaba el expediente personal de Carlos González Posada, sobre una mesa, polvoriento, atado con una cuerda y sin ser consultado desde su resolución definitiva a comienzos de los años cuarenta. El segundo momento clave acaeció en el Archivo de la Fundación Largo Caballero, en el barrio de San Bernardo (Madrid). Allí, con la esperanza de encontrar alguna fotografía de González-Posada con el socialista Julián Besteiro, comenzó a bucear en el archivo fotográfico de este. De forma pausada comenzó a ver, una por una, el fondo fotográfico. Sólo en una sala, ya sin esperanzas, mientras que pulsaba de forma monótona la tecla del ordenador para ver las fotografías, sucedió algo único: en una foto oficial de Julián Besteiro y algunas mujeres republicanas, en una esquina, en el marco superior izquierdo de la imagen, se escondía una sombra. En la esquina de la habitación, en la esquina de la historia, esa sombra era la de Carlos González Posada. El último detalle a resaltar de la visita a los archivos tuvo lugar cuando el historiador consultó el Archivo del Instituto Nacional de Previsión (actual INGESA); allí se encontraba el segundo expediente de Carlos González Posada, el del segundo empleo que desarrollaba por las tardes. Era a comienzos del año 2009, un par de años después de la aprobación de la Ley de la Memoria Histórica (31-10-2007); tras los trámites y las burocracias pertinentes, el historiador consultó la documentación… pero dos páginas, las relativas a la investigación del Ministerio del Interior… fueron apartadas de su vista y, así de la de todos los futuros lectores del libro. No sabemos qué contenían aquellas hojas: ¿posiblemente el nombre de un delator? ¿un informe político? En todo caso, nada que haga temblar al mundo. Silenciando aquellas páginas, se silenciaba la historia: lo contenido en ellas no existe ni ha existido, pues no ha podido ser contado.

 

            Durante la elaboración de su trabajo, el historiador tuvo la oportunidad de compartir su experiencia y su investigación con otros compañeros. Así, en la University of Michigan, habló a la profesora Cristina Moreiras Menor sobre Carlos González Posada, quien le animó una y otra vez a seguir adelante. En Londres, la figura de González-Posada también llegó a oídos de Paul Preston; el prestigioso hispanista, experto en la guerra civil, comprendió la relevancia del Diario como fuente histórica, y Miguel Ángel del Arco le remitió incluso algunos fragmentos en los que Carlos González Posada hablaba sobre la represión, que Preston emplearía para elaborar su famoso libro El Holocausto Español. Del Arco también impartió una conferencia en la University of Bristol sobre Carlos González Posada, donde los miembros del Departamento de Estudios Hispánicos y, en especial, Francisco Romero Salvadó, insistieron en la buena fortuna de encontrar una fuente como el Diario.

 

            Tras más de tres años de trabajo, el Diario de la Revolución y de la Guerra llegó a una editorial, Siglo XXI. El director de publicaciones de la casa editorial madrileña examinó el manuscrito y, tras los trámites pertinentes, dio su visto bueno para la publicación. Era ya el año 2010. Llegó el verano y el libro estaba maquetado. El momento de la publicación se acercaba. En aquel verano, tanto Carlos Oppé como Miguel Ángel del Arco corrigieron las galeradas del Diario. A comienzos de septiembre, recibieron un correo: el libro se enviaba a la imprenta la semana que viene… No obstante, el libro nunca llegó a las máquinas de impresión, por lo menos en la ciudad de Madrid. A la semana siguiente, la editorial comunicaba que renunciaba a publicar el libro, pese a la firma de un contrato a finales del año 2009. La editorial Akal había comprado Siglo XXI en 2010 y, como medida de reajuste ante la crisis económica, decidió dar marcha atrás. El nieto y el historiador no salían de su asombro. Decidieron seguir luchando y buscar otra editorial. Al poco, Editorial Comares, en una ciudad de provincias, mostró interés en el manuscrito. No se trataba de un grupo editorial grande ni nada parecido, pero lo cierto es que sí dejarían que tanto Carlos Oppé como Miguel Ángel del Arco participasen activamente en la edición de la obra. Pudieron añadir así fotografías y los anexos que hicieron el libro, todavía, más auténtico y especial.

 

            La lucha por la recuperación de la memoria perdida parecía llegar a su fin. La familia de González Posada y el historiador pensaban que, cuando el libro fuese publicado, el círculo se cerraría, la historia llegaría a su fin. Pero cuando tuvieron la obra en sus manos, cuando miraron la portada en la que aparecía el escritorio de Londres y los cuadernos, comprendieron que no sería así. La historia había abierto sus puertas a futuros lectores que, con el libro ante sus ojos, podrían adentrarse en un pasado que ya es de todos.

   
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